¡Ay, Carmela! no es una obra sobre la guerra civil española, aunque todo parezca indicarlo. La acción transcurre, sí, en marzo de 1938, y nada menos que en Belchite, símbolo descarnado y real (aún hoy, visitad sus ruinas) de la feroz contienda fratricida que destruyó y marcó a varias generaciones de españoles. Reales son también, y descarnadas, las circunstancias bélicas y de otro tipo que enmarcan e impulsan la trama, que zarandean y hieren a los personajes. Pero son éstos, y no la guerra, quienes se erigen en sustancia y voz de un acontecer dramático totalmente ficticio, en soporte y perspectiva imaginarios de la tragedia colectiva.
Carmela y Paulino, con sus “Variedades a lo fino”, son la cara humilde y jocosa, pero también tierna y patética, de un acontecimiento histórico y trascendental que, evidentemente, desborda sus escasas luces, supera su mínima conciencia política, arrasa su nula capacidad de acción. Ellos no son más que “artistas” (y de qué rango) que solo aspiran a sobrevivir con su oficio en medio de unas circunstancias particularmente adversas para el “arte”…y para la vida.
Su mala estrella (y los altos designios estratégicos del Estado Mayor fascista) les mete de hoz y coz en el mismísimo “teatro de operaciones” de la gran ofensiva nacional de la Zona del Ebro. Y desde el otro teatro, el suyo, el verdadero, entre candilejas y bambalinas, intentan salir del paso, aguantar el tipo, sortear la tormenta. ¿Cómo? Aceptando representar una improvisada Velada Artística, Patriótica y Recreativa para celebrar, ante el ejército victorioso, la“liberación” de Belchite.
Esta velada (que la historia no registra, quizás por el hecho, estéticamente irrelevante, de que nunca existió) se produce en la imposible convergencia de una serie de factores difícilmente conciliables; de ahí, sin duda, su catastrófico desenlace. Dejando aparte la de por sí anómala promiscuidad de lo “artístico”, lo “patriótico” y lo “recreativo” (¿y qué más…?), se da la penosa contingencia de tener que actuar sub manu militari; como quien dice, con la pistola en la nuca. Y,por añadidura, sin medios materiales, prácticamente “a pelo”… y sin tiempo para ensayar, o sea, a bocajarro… y, para colmo, con la regla a punto de presentársele a Carmela…
Pero todo ello podría superarse, al fin y al cabo, ya que Paulino y Carmela no son, precisamente, artistas exquisitos, exigentes, remilgados. Están acostumbrados a arrostrar toda clase de adversidades, a plegarse a toda clase de abdicaciones, como aquella vez, en Logroño, cuando, él afónico y ella tísica, tuvo Paulino que recurrir a su infamante don de pedómano para cumplir los contratos.
Lo que ya colma el vaso es esa ocurrencia del comandante: permitir la asistencia a la Velada, como “última gracia”, de un grupo de prisioneros republicanos, de las Brigadas Internacionales, que han de ser fusilados a la mañana siguiente… ¿Puede el arte, incluso uno de tan dudosa altura, afrentar a la muerte? ¿Puede el teatro, incluso tan plebeyo, ostentar su grotesca carátula ante la impúdica desnudez de la muerte?
En cierto sentido, pues, podría decirse que ¡Ay, Carmela! es una obra sobre el teatro bajo la guerra civil. O, también, una obra a cerca de los peligros y poderes del teatro, de un teatro ínfimo, marginal, en medio de la más violenta conflagración de nuestra historia contemporánea.
¿Qué poderes? ¿Qué peligros? Aquellos que detenta y comporta ese ámbito de la evocación y de la invocación, esa encrucijada de la realidad y el deseo, ese laberinto que concentra y dispersa voces, ecos, presencias, ausencias, sombras, luces, cuerpos, espectros… Redoma de sueño y de la vida, máquina dislocadora del tiempo, espacio electrizado de afectos, el teatro erige su frágil castillo de naipes en las fisuras de la dura e inhóspita realidad, para ofrecer a la memoria albergue seguro, nido duradero. La memoria, sí: única patria cálida y fértil de la rabia y de la idea.
José Sanchis Sinisterra